viernes, 5 de marzo de 2010

Repetición

Empuja el ladrillo todos los días.
Lo empuja aunque en verdad las ganas son de esconderse detrás del rectángulo macizo, detenerse, cerrar los ojos y que no importe que el mundo se caiga.
Pero las cosas siempre le importan demasiado. Piensa demasiado.
Entonces sigue empujando el gran ladrillo, que desde el cansancio toma dimensiones descomunales. Y da la sensación de que de esa acción, el empuje, que ella debe llevar a cabo, dependiera el curso de la vida.
No quiere pensar qué puede pasar si dejara de empujar.
Tiene las manos asperas de tanto empuje, de tanto choque contra el ladrillo con apariencia tosca y caras rugosas. Y además avanza poco.
Maldito ladrillo que la deja a ella con las manos llenas de callos de dolor.
Maldito ladrillo que le impide el paso hacia ese otro mundo, en donde las cosas están mas cerca, la gente va mas liviana, sin ladrillos, y la felicidad es posible a la hora de la tarde.
Pero desde su lado, solo se trata de empujar.
Mañana, tarde, noche, empujar.
Feliz, cansado, triste, empujar.
Empuja, aunque la espalda se le parta y sienta que por toda su columna vertebral recibe puñaladas de soledad, angustia y desamor.
Empuja, aunque los ojos le ardan de tanto ver lo mismo todos los días. El mismo ladrillo de aristas filosas. Cierra sus ojos para cubrirlos de esa realidad, pero los ojos siguen doliendo. Decide seguir mirando, todos los días y ella ahí mirando.
Y empujando.
Empuja, con los talones raspados, con las rodillas sangrando. Empuja, con el cuerpo destrozado y el alma por el piso. Igual empuja.
Empuja el ladrillo todos los días.